divendres, 26 d’abril del 2013

Una visión cristiana del debate sobre el aborto (III)



5.- La imposibilidad de debatir que se deriva de considerar el aborto como un acto a-moral (insisto: no susceptible de juicio ético) tiene su contrapunto en una cierta “hipermoralización” del hecho. Una suerte de discurso patético que envuelve las circunstancias que rodean el aborto de tal cúmulo de misterio, de imponderables, de sentimentalidad inaccesible, de tragedia personal e intransferible, que anula cualquier posibilidad de juicio. El modelo discursivo (“no puedes opinar sobre lo que no puedes experimentar”) es similar a aquel que sostiene que nunca un hombre podrá querer a su hijo tanto como una mujer porque ésta lo ha parido. El determinismo biológico del amor, el claustro misterioso e inaccesible del drama de ser mujer, toda la aterradora naturaleza, todo el patetismo telúrico que nos impone silencio al hablar de lo femenino, todo eso, no es sino quincalla patriarcal desvelada y denunciada desde hace mucho tiempo por el feminismo. Una mujer es una ciudadana como un varón es un ciudadano y es deber de todos remover cualquier obstáculo que impida la ciudadanía plena de las mujeres. En esta cuestión hay mucho (muchísimo) por hacer, pero desde luego no es un buen comienza exigir el silencio sobre aquello que es parte del “eterno femenino”.
6.- Creo que de lo expuesto hasta aquí (con la mayor objetividad que puedo) deberíamos estar de acuerdo, tanto creyentes como no creyentes, en un par de cuestiones. En primer lugar no veo razón para no estar de acuerdo en que una absoluta privatización y a-moralización del aborto debería llevar aparejado un desinterés absoluto de lo público por el fenómeno. Así como no hay (supongo) una normativa específica para las operaciones de aumento de pecho no debería haberla tampoco para regular el aborto. En ningún plazo y bajo ningún supuesto. Negar esto supone admitir el derecho de todos a tratar el asunto. Por otra parte deberíamos estar de acuerdo, creyentes y no creyentes, en que amontonar sobre el hecho del aborto un aluvión de patetismo, circunstancias, condicionantes de todo tipo realidades de facto, etc. nos impide un examen racional del problema. Y en medio queda el espacio para el debate en el que creo que el acuerdo es posible: qué debemos entender por “humanidad” y en qué circunstancias es lícito, justo, ético, para creyentes y no creyentes (insisto: para creyentes y no creyentes) eliminarla en su raíz.
(Continuará)

dimecres, 24 d’abril del 2013

Una visión cristiana del debate sobre el aborto (II)

3.- Naturalmente  las premisas anteriores (me refiero a la primera entrada de esta serie) sólo son válidas para quienes acepten la primacía del “otro”, del “tú” en el comportamiento ético... y hay una larga tradición de filosofía moral que se sustenta en la máxima “en última instancia sólo puedo calificar como bueno aquello que me conviene o que me agrada”. Partir del “yo” o del “tú”. Tal es el dilema que se nos plantea continuamente en nuestra vida social y tal es, igualmente, la disyuntiva que nos requiere en el problema del aborto. Ante él estamos solos con la oquedad de nuestra libertad. No podemos buscar apoyo en el ámbito jurídico pues el derecho a la vida que consagra la Declaración Universal de Derechos Humanos o la Convención sobre los Derechos del Niño (“todo niño tiene el derecho intrínseco a la vida”) es tan ambiguo que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos no se considera capaz de determinar si puede extenderse al no nacido. No podemos buscar el auxilio de la ciencia que no puede determinar en qué momento eso “vivo” que bulle en el vientre de una mujer comienza a ser “humano” (si tal cambio cualitativo se produce puntualmente). Tenemos que elegir: hay un “otro” en quien reconozco la humanidad y con respecto al cual tengo obligaciones morales o no lo hay. Y si lo hay, en qué casos es lícito eliminarlo y en qué casos no. En la defensa del derecho al aborto o su despenalización en según qué supuestos los argumentos van de uno a otro extremo: o bien es un acto a-moral que no puede ser juzgado éticamente (no hay ningún otro-humano que resulte dañado) o bien es un acto moral, problemático, correcto o incorrecto según una determinada casuística.
4.- En el primer caso abortar o no hacerlo es una opción, una decisión libre que la mujer toma sobre su propio cuerpo en función de sus propias razones o motivaciones. A nadie ofende quien dispone de lo suyo. Sólo hay un “yo” soberano sobre su ámbito de decisión. La posible existencia de un “otro” no se problematiza o se obvia o resulta indiferente ante el bien mayor de la libertad individual. El carácter a-moral (y decir “a-moral” no implica un juicio moral, que quede claro) del aborto según esta visión del asunto queda meridianamente claro en una voz autorizada: la ministra Bibiana Aido equiparó en su día la decisión de abortar con la decisión de “ponerse tetas”. Ambos hechos no son buenos ni malos. No son susceptibles de juicio moral. Por supuesto tan absoluta “privatización” del no-problema implica, primero, que no es necesario añadir ningún argumento moral, ni siquiera aceptar la posibilidad de debatir. (De manera absurda la propia ministra dijo en la misma entrevista que antes de no sé qué momento un feto “es un ser vivo pero no un ser humano” algo incomprensible si la pregunta fuese dirigida a la humanidad de las tetas); y en segundo lugar que un asunto privado, une affaire de femmes según el título de la película de Chabrol, en modo alguno puede requerir legítimamente del concurso del conjunto de la sociedad. Quiero decir que es insostenible, es más, injusto, mantener que “eso es asunto mío y tú no puedes opinar” y, al mismo, tiempo exigir del Estado (el estado de todos y en el que todos tenemos derecho a opinar) que ponga a mi disposición todo el aparato sanitario costeado por todos para dar cumplimiento a mi decisión privada en la que nadie puede interferir. Quiero insistir en que yo no pienso así, sino que no es posible inferir otra cosa de la privatización de la decisión de abortar. A ninguna mujer se le ocurriría mantener las siguientes proposiciones: “He decidido someterme a una operación de aumento de pecho. He tomado esa decisión de manera libre y nadie tiene derecho a coartar mi libertad… por lo tanto el conjunto de los ciudadanos a través del estado debe costear la operación”. Es algo absurdo. Tan absurdo como la comparación inicial de la señora Aido. Porque como bien dicen muchas amigas y amigos en este debate, la decisión de abortar es algo mucho más íntimo (que no “privado”), personal (que no “individual”), problemático (que no “matemático”). Algo relacionado con la salud y la integridad física y moral de la mujer y que, al mismo tiempo, implica al conjunto de la sociedad. No es un asunto privado en el que “yo me relaciono con la humanidad en mi persona como un medio y no como un fin y a nadie le importa”. Y, en tanto que no es privado, requiere razones, argumentos. Argumentos éticos.
(Continuará)

Una visión Cristiana del debate sobre el aborto (I)

1.- Se ha reavivado estos días el debate sobre el aborto a raíz del anuncio por parte del ministro de Justicia, Alberto Ruiz-Gallardón, del proyecto de ley que modificaría su  estatus normativo y las declaraciones que, a propósito de este asunto, ha realizado la Iglesia Católica a través de la Conferencia Episcopal. En las redes sociales el tema está muy presente pero la calidad del diálogo es muy pobre. Apenas un intercambio tenístico de frases hechas, consignas, asertos contundentes, preguntas retóricas, analogías supuestamente invulnerables, etc. Sin embargo, incluso en este medio que reduce tanto las posibilidades argumentativas es posible la conversación amistosa, incluso fraterna, y sorprende hasta dónde puede llegar una retahíla de comentarios sobre una noticia, una encuesta, una declaración: en una de estas conversaciones rápidas sobre si el aborto es un derecho o un crimen (que tal es en última instancia el dilema) se ha llegado a poner en cuestión cuál es el fundamento de nuestros juicios morales. Quizás éste no deba ser el final del debate sino, justamente, el principio. Porque no podemos, si somos intelectualmente honestos, opinar a grito pelado según lo que digan nuestros jefes hemos de explicitar cuál es el fundamento de nuestros enunciados éticos, ver si ese fundamento es distinto para creyentes y no creyentes (sin tanta abstracción: entre católicos y ateos/agnósticos) y considerar si es posible un acuerdo. Lo otro, gritar y repetir lo que “los míos” ya saben, reafirmar machaconamente “mi verdad”, a lo mejor no está mal para el facebook. Pero no es racional ni razonable.
 2.- Con motivo de la visita a Valencia del Papa Benedicto XVI la plataforma “Yo no te espero” organizó en Torrent, una conferencia del teólogo Juan José Tamayo. Se comentó en ese acto, entre risas de suficiencia, que monseñor Rouco Varela había dicho que Dios es el fundamento de los derechos humanos. Esta opinión es compartida por Adela Cortina, filósofa cristiana nada sospechosa de fundamentalismo, cuando escribe que “el hombre posee valor absoluto y es un fin en sí mismo porque es imagen y semejanza de Dios.” Y, a mayor abundamiento, Max Horkheimer, ateo y progenitor de la teoría crítica, se refiere a los padres de los textos normativos ilustrados diciendo que “para esos hombres no existía ningún principio que no debiese su autoridad a alguna fuente metafísica o religiosa.” Dios es el fundamento de nuestra moral intramundana cuyo máximo exponente positivo es la Declaración universal de derechos humanos. Y nuestra moral se resume en el mandato divino “amarás al prójimo como a ti mismo”. Para un cristiano es tan sencillo como eso. Para un ateo no está tan claro. En principio sería el consenso de todos los intervinientes en el diálogo el que fundamenta y legitima el acuerdo. Y la objeción cristiana aparece de manera inmediata: si es el consenso (o la mayoría) el que determina qué sea bueno y qué no, nada impediría que, a falta de un fundamento superior, seguro, inmodificable, llegásemos al acuerdo mayoritario de que tal derecho es suprimible y tal otro no. Esta objeción, que es válida para las exageraciones del relativismo cultural, puede llegar a ser tramposa: los creyentes pensamos que la ley moral está inscrita por Dios en el corazón del hombre aunque éste ignore a Dios. O lo niegue. Y donde Dios manda “amarás al prójimo como a ti mismo”, el que niega a Dios, o no lo toma en consideración, tiene un fundamento tan poderoso en el imperativo de la Razón: “obra de tal modo que te relaciones con la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, siempre como un fin, y nunca sólo como un medio.” La Fe y la Razón nos ordenan lo mismo. Nos imponen un mandato fundante, no sujeto a debate, a creyentes y no creyentes. En eso no hay diferencia alguna entre nosotros y aún hay una igualdad más radical: tanto creyentes como no creyentes podemos desobedecer a Dios o a la Razón. Allí donde nos encontramos todos es en nuestra desoladora libertad. Y hemos de escoger. Damos por sentado que los que hablamos, los que debatimos, hemos elegido libremente obedecer a Dios o a la Razón. Sin este acuerdo básico que acepta la honradez y la libertad del otro ningún diálogo es posible. Hemos decidido, porque hemos querido obedecer, amar al prójimo, reconocer la humanidad como un fin en sí mismo. Creo que en eso estaremos de acuerdo.
(Continuará)