divendres, 20 de març del 2015

Cuando despertó, el monstruo ya estaba allí (Interpretación de La metamorfosis de Kafka)

La burguesía ha arrancado a las relaciones familiares
su velo emotivamente sentimental, reduciéndolas a meras relaciones de dinero

K. Marx y F. Engels, Manifiesto del Partido Comunista




          
            La Metamorfosis de Kafka se estudia como ejemplo de la renovación narrativa del siglo XX. Se entiende esta renovación con respecto a los cánones establecidos por la novela realista decimonónica. Sin embargo, Kafka se ciñe casi escrupulosamente al modelo impugnado: en la obra aparece un narrador omnisciente en tercera persona, que focaliza su mirada en uno de los personajes de la trama y que nos cuenta una anécdota situada en un tiempo cercano y limitado; en un espacio concretísimo, de carácter privado que atañe a los miembros de la pequeña-burguesía urbana. A su vez, los hechos son narrados de manera lineal, siguiendo un riguroso orden de causa-consecuencia. Todas estas características, comunes a la narrativa realista, constituían una práctica literaria al servicio de la verosimilitud, según la definición sthendaliana que entiende la novela como “un espejo a lo largo del camino”. En este sentido, quizás la principal aportación de Kafka a la renovación narrativa es, precisamente, la ruptura con el principio de verosimilitud: con el instrumental realista nuestro autor construye una fábula que no refleja de manera superficial la realidad, sino que saca a la luz el mecanismo que rige esa realidad. Para ello se sirve no del espejo plano que presupone el realismo, sino del espejo cóncavo que, deformando el mundo, ahonda en su interior, en su verdadero ser. Debemos preguntarnos qué ser es ése y cómo lo muestra Kafka. Empecemos por esto último.
            La lectura de las primeras líneas de La metamorfosis nos provoca una gran incomodidad que no nos abandona en ningún momento. Leemos que una persona ha despertado convertida en un enorme insecto. A partir de aquí cabe esperar un desarrollo  narrativo de algún modo verosímil. Esperamos un relato de corte fantástico o, una explicación del fenómeno, o una actuación consecuente de los que rodean a Gregor Samsa. Incluso éste se asombra de que no avisen al médico. Es esta desazón que nos produce el inicio inverosímil, seguido de un desarrollo absolutamente fiel a las técnicas del realismo burgués, lo que podríamos metaforizar como la “concavidad del espejo”: ante la metamorfosis estamos obligados a interpretar, conminados a buscar sentido a algo que, en principio, se nos presenta como absurdo, entendiendo como tal no la metamorfosis en sí, sino el desarrollo a la vez coherente pero inverosímil de esa metamorfosis. En esta tesitura la figura del gran insecto sólo puede ser entendida como algún tipo de símbolo. Y  la pregunta que nos hacemos es qué simboliza Gregorio Samsa. Para responder a esta pregunta tenemos que considerar el entramado de relaciones que, teniendo al protagonista como eje, se establecen en la novela. Esta red de relaciones sociales constituye  la esencia de la sociedad burguesa, del mundo, al que nos referíamos. Antes de seguir recordemos que lo que genéricamente llamamos “sociedad burguesa” nace con la Revolución francesa y la Ilustración, es decir, se concibe a sí misma como producto de la Razón. Sabemos que la razón es aquello que nos permite distinguir lo verdadero de lo falso, lo bueno de lo malo, lo útil de lo inútil. Es este último uso de la razón, la “razón instrumental”, el ajuste no contradictorio entre medios y fines el que se muestra en toda su potencia, en toda su despiadada eficacia en la obra. El protagonista se queja de que en su trabajo no se pueden establecer verdaderas relaciones humanas y fía su propia humanidad al ámbito familiar. Su vida es humana en tanto que es entrega al otro: al padre, al que sostiene en su  vejez; a la hermana a la que quiere ayudar en su vocación musical; a sí mismo en sus estudios y sus trabajos creativos, y a su madre en su delicada salud. Según Germán Gullón en su introducción a Miau de Benito Pérez Galdós, por oposición al ámbito de lo público, a la sociedad civil, “el hogar es el centro donde nacen, se desarrollan y preservan los sentimientos de cariño, los lazos de unión entre los miembros de la familia, lo que podemos denominar los sentimientos humanos. Se hace así normal que los padres quieran a los hijos y viceversa, que se cuiden cuando están enfermos; por eso, cuando aparezca un personaje cuya actuación se salga de esas normas lo podamos calificar de monstruo”. Si esto es así, nos preguntamos… en La metamorfosis ¿dónde está el monstruo, si el pobre Gregor es modelo de esta actitud familiar, humana? ¿Por qué se le castiga de manera tan brutal e injusta, sin que ni siquiera él mismo o sus familiares se interroguen sobre la monstruosidad del cambio? Volvemos a situarnos en el terreno de lo simbólico: el verdadero monstruo, el que introduce la razón instrumental del capitalismo moderno y desborda la razón cordial del ámbito familiar es el gerente que viene a interrogar por la ausencia de Gregorio al trabajo. Éste se sorprende (y esto refuerza nuestra interpretación) de que un personaje de cargo tan elevado realice una función que podría haber llevado a cabo un conserje o cualquier subalterno. La primacía de la razón instrumental, la colonización del “mundo de la vida” por parte del “sistema“, que mucho después de Kafka teorizó la filosofía se encuentra presente de manera magistral en La metamorfosis: la esencia monstruosamente inhumana de la sociedad burocrática capitalista aparece en toda su enorme evidencia en contraste, precisamente, con un pobre bicho raro, que como tal carece de un lenguaje común con el resto de los personajes; de aquí la incomunicación de Gregorio y su soledad. La soledad de Gregorio en su incomunicación, en su encierro en las tinieblas, en las profundidades oscuras, todo ello, remite a un fondo bíblico evidente pero se proyecta también y, fundamentalmente, sobre una problemática moderna. La alienación de Marx, la cosificación de Lukács, la jaula de hierro de Weber, la existencia inauténtica de Heidegger son términos que reproducen en el ámbito filosófico el clamor silencioso desde las tinieblas de Gregorio Samsa. Andando el tiempo la habitación del personaje será El túnel de Ernesto Sabato, su animalización coincide con el extrañamiento de El extranjero de Camus, su incomunicación con el personaje de La náusea de Jean Paul Sartre y Kafka un modelo para el existencialismo literario y filosófico.
            Así pues, el gran insecto simboliza paradójicamente la monstruosidad, la deshumanización, la metamorfosis del conjunto de la sociedad en la que lo humano queda reducido a la condición de rareza entomológica: “El infierno son los otros” nos dice J. P. Sartre. Y, aún así, la desazón permanece, pues, nos preguntamos cómo es posible esta invasión de lo monstruoso en el ámbito cordial. La monstruosidad del gerente puede violar la casa familiar porque el monstruo ya estaba dentro. Gregorio Samsa va descubriendo a lo largo de la novela que la razón paterna coincide con la razón deshumanizada del exterior. Ha sido engañado e instrumentalizado por su propio padre. Éste no es Abraham dispuesto a sacrificar a su hijo por amor a Dios, ni el propio Dios que sacrifica a su Hijo por amor a los hombres, sino un simple ordenanza que busca su propio beneficio y sacrifica en aras del cálculo egoísta a su hijo. Podemos entender, hasta cierto punto, la deshumanización de la sociedad burocrático-capitalista que reduce a los propios hombres a meros medios para la consecución de un fin, pero cabría esperar que la dignidad humana (ser un fin en sí mismo) fuese respetada en el seno de la familia precisamente por el hecho de que Gregorio no puede ser un medio para nada, es completamente “inútil”. Si antes veíamos en él el símbolo de la alienación y deshumanización de la sociedad burguesa, vemos ahora la condición menesterosa y “arrojada” de la condición humana, abandonada del último soporte: el amor del padre.

            Seguimos interrogándonos por qué la pérdida de ese amor y encontramos la ruptura con el último soporte del orden civilizatorio en el deseo incestuoso de Gregorio hacia su hermana. En la obra el conflicto edípico no se centra en la madre sino en la posesión de la hermana y el orden todo del universo se restablece con la llegada de la primavera, la muerte de Gregorio y la búsqueda de un marido para Grete.