dimarts, 13 de febrer del 2018

Historia y relato en la izquierda española.




Recuerdo una frase de cuando leía cosas sobre la historia del socialismo: no sé quién de la 2ª Internacional le decía a Bernstein “¡Eduardo, burro, esas cosas se hacen pero no se dicen!” Se refería, claro está, a toda la teorización revisionista del padre de la Socialdemocracia ya clásica y ponía de manifiesto la distancia entre la práctica y la teoría política de la izquierda. La dialéctica entre lo que el partido obrero hace y lo que dice. Se me ocurre que esta dicotomía, traducida a los términos narrativos que están de moda, tiene algo que ver con la diferenciación narratológica entre “historia” y “relato”. El fucking relato. Simplificando mucho, la historia es “lo que se cuenta” y el relato es “cómo se cuenta”. Si nos ponemos estupendos la cosa se complica porque decir “lo que se cuenta” implica necesariamente un “cómo contarlo”. No hay una forma no retórica de contar una historia. Ahora bien, hay formas retóricas (relatos) más fieles a los hechos (historia) y otros más infieles y desleales. Hay espejos planos y espejos cóncavos. Si hablamos de novelas y cuentos todo resulta muy ameno y, hasta cierto punto, inofensivo: no hay una retórica “justa” para la narrativa. Pero si nos mudamos al mundo de la política las consecuencias de adoptar un relato, una retórica, un espejo, deformantes pueden ser desastrosas. Digamos que un relato político es más o menos adecuado a la historia en la medida en que su incidencia sobre el mundo real es positiva o negativa. Positiva o negativa para el sujeto histórico, claro.
Hace unos días comentaba cómo caer en el pacto narrativo, suspender el juicio crítico, daba lugar a ficciones políticas demenciales que no andan muy lejos de la histeria o la alucinación colectiva. Desde entonces he leído un par de reflexiones de amigos a los que respeto muchísimo como pensadores y como personas, pero con los que suelo estar en desacuerdo. Uno de ellos considera que el despropósito (bueno, lo que para mí es un despropósito) del secesionismo catalán constituye una “revolución simbólica”; el otro reprocha amargamente a la izquierda española su escasa implicación (miedosa y lamentable), su ausencia de empatía, en el proceso independentista. Sin entrar a debatir estas ideas, convendría, creo yo, que la izquierda española (socialistas y comunistas) aclarase en qué mundo simbólico vive, cuál es su relato; si ese relato produce dolor o si puede incidir sobre la realidad, caso de que admita la existencia de algo así como la “realidad”, siquiera sea haciendo mella en su dureza.
A lo que parece, nuestra izquierda se ha instalado en el antifranquismo permanente, en la invocación a una República de nación innombrable, en el desgaste del “régimen” surgido de la constitución del 78 y en el cuestionamiento perpetuo del Estado. Todo ello es un relato revolucionario... No: todo ello es un relato “como si” fuese revolucionario. Nuestra izquierda habla “como si” hubiese una masa paupérrima dispuesta a asaltar todos los palacios de invierno; “como si” el cretinismo parlamentario del secesionismo fuese algo conectado con pueblos y mayorías; “como si” el estado fuese un castillo de naipes pronto a desmoronarse. Mientras tanto, la “historia” va a su bola.
Las ambigüedades y contradicciones de los comunistas sepultados bajo capas y capas de podemismo, quincemismo y encomumismo, los melindres y cucamonas de los socialistas y los complejos de todos ante el secesionismo y las políticas de identidad han chocado con la “historia” en forma de descenso del apoyo electoral en Cataluña y en forma de muy posible auge de Ciudadanos en toda España después de su triunfo en Cataluña. La terrible paradoja es que un partido liberal se llena de votos ofreciendo algo que es patrimonio de la izquierda: Estado.


Vea la izquierda española (comunistas y socialistas) si conviene a los trabajadores y trabajadoras derribar dictadores podridos hace décadas, contribuir a debilitar el estado, imaginar revoluciones o gobernar cambiando un sencillo “como si”: como si hubiese un estado que está aquí para quedarse.  

dimecres, 7 de febrer del 2018

Penny y el pacto narrativo.



En un episodio de Big Bang Theory, Sheldon y Leonard discuten sobre qué efectos sobre el cuerpo de Lois Lane causaría Superman al detener bruscamente su caída desde el rascacielos. Penny interviene:
-¡Oh! Ya sé que nadie puede volar. Sheldon la mira con cara de incredulidad y asombro pues Penny habla desde otro plano de realidad. 
Digamos que la rubia de la serie no ha aceptado el “pacto narrativo” por el cual asumimos los criterios de verosimilitud que nos impone una narración al entrar en el mundo que abre ante nosotros. En los cuentos tradicionales la fórmula aparecía de manera explícita tanto en la apertura como en el cierre contractual: “Érase una vez... Y colorín colorado”. Lo que ocurriese en ese paréntesis que deja el mundo real en suspenso era cosa de las reglas del contrato. La fuerza “jurídica” de la frase inicial de una novela y de sus palabras finales puede apreciarse, por ejemplo, en Cien años de soledad: entre “muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento...” y “...no tienen una segunda oportunidad sobre la tierra” el narratario (la parte contratante de la segunda parte) se obliga a aceptar como verosímil todo aquello que el narrador (la parte contratante de la primera parte) tenga a bien considerar como tal, así sea el personaje de Remedios la Bella o el tipo al que siempre rodeaban mariposas amarillas.
La propuesta política no nos obliga a esa suspensión del juicio crítico. Al contrario, nos obliga a contrastar su discurso con la realidad factual y ver si da cuenta de ella, si propone con acierto su conservación o su reforma, si asume su defensa o su impugnación. No discutimos, por lo que hace al análisis político, si Lois Lane sobrevivirá al fuerte abrazo de Superman, sino que afirmamos que, efectivamente, “nadie puede volar”. Aquello es, en función del relato, verosímil; ésto es, absolutamente, verdad. Qué ha ocurrido para que el “discurso” político haya devenido “relato” yo no lo sé, pero el caso es que, en tanto que relato, la narración impone sus criterios de aceptación: la suspensión del juicio crítico, la casi orgullosa aceptación de que el objeto de debate es si Lois Lane se rompe por la mitad cuando Superman la agarra. 
Convertido el análisis concreto de la realidad concreta, para la transformación de la misma en “relato” (un relato es un cuento, no lo olvidemos) cualquier cosa cabe en la imaginación calenturienta del narrador: la república barataria, la independencia simbólica, los sexos traspapelados, los pueblos unánimes, la tribu batucada. Da igual. Firmado el contrato narrativo, discutir sobre la operatividad de Tabarnia o la presidencia simbólica de Puigdemont es tan legítimo como debatir sobre si Hulk puede alzar a Thor aunque éste esgrima el martillo Mjölnir.
Caer en el social-populismo de Podemos y sus afluentes turbios o en el nacional-populismo secesionista es firmar un cheque en blanco para la literatura de folletín. Y entrar en debate con una trama narrativa de quiosco es absurdo. Es como aceptar el “érase una vez” del “derecho a decidir”, del “mandato del pueblo”, del “empoderamiento de la gente”.
Más vale, creo yo, afirmar tajantemente la realidad con Penny: “nadie puede volar”. Al menos para no partirnos la crisma contra el suelo con Lois Lane en brazos de Clark Kent.