divendres, 9 de setembre del 2016

La primacía poética de la pregunta. En torno a "Eva tendiendo la ropa" de Sandro Luna


























Juan Gil-Albert se pregunta en uno de los poemas de Migajas del pan nuestro por el influjo que ejercen sobre él “…ciertas cosas / que apenas dicen nada” . Ortega y Gasset le contesta (aunque esto es invención mía) que “hay dentro de toda cosa la indicación de una posible plenitud” y que es tarea del poeta “dado un hecho -un hombre, un libro, un cuadro, un paisaje, un error, un dolor-, llevarlo por el camino más corto a la plenitud de su significación”. A este proceso de indicios y caminos por el que las cosas adquieren su propio ser al devenir signos plenos (mediante el concurso de “un alma noble”), Ortega le llama “salvación”. Salvar las cosas al mostrar su naturaleza sígnica es cosa del poeta a través de la palabra: “su vigilar [el del poeta] es el consumar la apariencia del ser en cuanto ellos, en su decir, dan a ésta la palabra, la hacen hablar y la conservan en el habla”, dice ahora Martin Heidegger en esta conversación imaginada.
Cosas, indicios, caminos, alma, salvación, vigilancia, ser, palabra… El trabajo del poeta es terrible porque en la enumeración anterior no hay método ni seguridad alguna sino un espacio de angustia, un vacío a veces (¡ay) insalvable entre las cosas que “apenas dicen nada” y la plenitud de su significación. Ese espacio es, en efecto, “nada” para el común. En nuestro trapicheo cotidiano con las cosas no solemos “salvarlas” de su valor de cambio o de uso. Como mucho podemos decir que tal objeto (tal paisaje, tal recuerdo) significa “algo”, imposible de verbalizar, para mí. Y si alguno se cree poeta se desespera y maldice por no poder saltar el abismo que intuye insalvable. También se puede optar por reducir la poesía a hermético juego gramatical que es una, a veces brillante, forma bastarda del silencio. Y luego hay poetas, como Sandro Luna, que tienen el don de convertir la angustia por el significado en objeto de reflexión poética:

El silencio es el alma
aunque el alma lo lleve bien callado.

La perplejidad y desazón por la posibilidad del significado como eje estructural del poemario de Luna puede parecer una interpretación alambicada pero no me parece injusta si atendemos al ámbito simbólico en el que se sitúa el poeta:

Donde termina el sol pongo mi casa,
tan adentro
que ya no sé siquiera qué es la hondura.

Qué vergüenza mirar
y no ver nada.

Quisiera destacar, del armazón retórico de este no-saber (mi corazón no sabe …  yo no sé qué le escucha / a las cosas por dentro), que se transforma en sustancia poética y existencial (Estoy en lo que miro / y nada veo) dos recursos formales.
El primero es la recurrencia casi obsesiva de la interrogación:

¿Qué palabra se dice y no se dice
y nos mantiene puros?
¿Qué regalo es el mundo?
¿Qué asoma por tus ojos?
¿Qué sabrá de la luz la luz del sol
de la respiración el aire vivo?

Interpretar un signo es responder a una pregunta. La propia formulación de la pregunta, como quiere la hermenéutica, orienta el sentido de aquello por lo que se interroga (palabras, mundo, ojos, luz, aire). Sin embargo (o, más bien, “por lo tanto”) no me parece que las preguntas de Luna sean “retóricas”. En primer lugar, porque la interrogación envuelve una afirmación de sentido (la presencia plena de la luz y el aire, la palabra que nos hace, el regalo del mundo, la revelación de unos ojos) y después, porque exigen la respuesta de un interlocutor con el que se entra en diálogo-ofrecimiento desde la primera página del libro:

A ti,
que no sé quién eres
pero tu casa me acoge.

            El segundo recurso (llamarle “formal” me parece un abuso), no tan omnipresente pero a mi juicio muy relevante, es algo así como el descubrimiento de la comunión de los significados ligado al diálogo-ofrecimiento que comentaba antes. El poeta, que confiesa yo no sé, descifra símbolos como la flor que a cuchilladas es de nadie, el pájaro que enseña su corazón de nadie, la casa rodeada en esta luz de nadie sin ahora. Es decir, el sentido de las cosas, su salvación, no es algo privado, pertenece al mundo.
            El crítico Fernando Parra sitúa a Sandro Luna en lo que llama “escuela de despojados”, grupo poético contemporáneo y “mediterráneo” que relaciona con el cultivo místico de la renuncia:

¿Qué ráfaga de qué
que me ha vencido?

            Es ocioso explicitar la intertextualidad. Y hay también la noche (Dentro de mí, / la noche) y aun la noche amable (esta noche reparte / su semilla celeste) incluso la ciencia del no-saber:

¿Qué ciencia se despierta
en la boca del aire,
que no sabe de nada?

Con todo, el asombro por el ser de lo inexpresable, lo místico si nos ponemos wittgensteinianos, encuentra en el poemario de Sandro Luna una respuesta a todas las preguntas en un símbolo comprensible de la plenitud del sentido, de la certeza luminosa del mundo: Eva tendiendo la ropa.