divendres, 25 de setembre del 2015

"El pacto Neverlove" de Ana Meliá (y II)

donde cautivaron a las tres cautivas
Anónimo

Quién a los quince años
no dejó su cuerpo abrazar.
Mari  Trini



“¡Qué absorbente es el amor […] tantos años con mis amigas…, sólo unos días […] y ya lo ocupa todo él.” Así reflexiona una de las tres protagonistas de El pacto Neverlove confirmando la derrota inevitable de un acuerdo condenado al fracaso, de un pacto que tiene, literalmente, los días contados. Tres niñas se han juramentado para no enamorarse jamás y han sellado el pacto con un medallón que llevan al cuello desde los once años. La novela de Ana Meliá narra los últimos días de vigencia del acuerdo en una cuenta atrás llena de prodigios, hasta la rendición de Emma, la más reacia de todas, la que insiste en que todavía no ha cumplido quince años, que sólo tiene catorce… que todavía está bajo el hechizo del medallón. Ésa es la dialéctica que, explícitamente, plantea la novela: el paso desde la infancia a la madurez como un cambio de paradigma “ordenador”. La amistad y la magia reinan en el universo infantil de Emma (¡todavía tiene catorce años!), mientras que es el amor (y una carencia de la que luego hablaremos) el demiurgo desconocido y contradictorio que lo ocupa todo a los quince años y cuyo desafecto puede hacer de la vida, como dice Adrián, enamorado de Emma, “una porquería. Un sinsentido”.
El sentido (amistad y magia) se despliega en los pocos días que ocupa la narración en toda una serie de signos que estructuran la realidad de los personajes de acuerdo a un orden mítico, narrativo… literario. Las protagonistas son tres, como las tres princesas, como Axa, Fátima y Marién. Y de ellas, la más pequeña, la más desamparada, se pierde en un bosque tenebroso y un caballero la protege del mal (“…lo que quiere es protegerme, como aquella noche, porque yo soy su Lady Emma. Su milady. Él me lo dijo…”); y hay enigmas que se resuelven en números misteriosos y medallones mágicos cuyas cadenas se rompen por una fuerza (la respuesta a todos las preguntas, el nuevo orden) que los supera; y hay apariciones y claros de luna y lirios; y hay rituales y “duendecillas” infantiles celestinescas que pronuncian conjuros infalibles; y hay llegadas a destiempo, casualidades orquestadas teatralmente, que impiden el encuentro de los amantes, amantes que intercambian su posición hasta en el tópico balcón. Y hay, sobre todo, una referencia literaria “muy… mágica” que da sentido al sueño estival en la tierra de Robin Hood, a los duendes, al inmenso poder del amor. En La vida secreta de Andrea era Romeo y Julieta, en la novela que nos ocupa El sueño de una noche de verano. Y hay, a mi juicio, sobre todo ello un rumor “paranomásico”: Emma (las tres niñas) dice una y otra vez “neverlove, neverlove” pero resuena, sobre los últimos días de su infancia, “nevermore, nevermore”.
Y ese “nunca más” que culmina un relato correcto, amable y aleccionador que se abre a la literatura, situado en escenarios reconocibles y verosímiles, en un tiempo contenido, creíble y cotidiano, se interpreta en el final de la novela como “quien regresa a casa después de haber estado mucho tiempo perdida en el bosque” y en un decorado esperanzador y luminoso de “luna llena inundando de blanco la noche anaranjada”.
Fin.
Y sin embargo…
Sin embargo el pacto, la anécdota que sustenta toda la novela, parece absurdo y varios personajes insisten a lo largo del relato en su carácter pueril (“A ver si empiezas ya  a darte cuenta del ridículo que haces con la chorrada de tu pacto […] y que dejes en paz ya a mi novia con tus rollos sobrenaturales, ¿te enteras?”. Parece absurdo… porque tiene un origen causal bastante razonable: “El amor solo causa desastres […] Nuestros padres. Todos están divorciados […] lo malo es que no escarmientan y aún se enamoran de otros.” Al par ordenador del mundo infantil (amistad y magia) parece sucederle el amor y el desastre porque no parece haber nada que venga a suplir la ausencia de la magia. El reinado del amor junto a un hueco, una carencia, es el caos.
Ángel del Río (si no recuerdo mal) decía que los personajes de La Celestina parecían moverse “en un mundo sin Dios”. Nuestras tres “cautivas” se mueven en ese mundo. Obviamente: la secularización es un rasgo de verosimilitud insoslayable y las niñas rezan (“Que le salga bien, por favor. Que no se ponga nervioso.”) pero no sabemos a quién. A la nada, a su propio deseo, a un mundo sobrenatural de película… El amor es el único dios aunque a su lado debería haber algo, un legislador que imponga el par que falta: la razón. Y estas niñas se mueven, desde luego, en un mundo sin Dios, pero su desamparo es aún mayor porque su mundo es un mundo sin padre. En toda la novela sólo aparece un padre que ejerza como tal (el padre de Víctor). Los padres de las niñas son ignorados, en todo caso aludidos, o temidos. A la más desamparada de todas, la más pequeña, que busca protección en ángeles de leyenda urbana “la mención de su padre la hizo dejar de reírse al instante.” El amor, abandonado a sus propias fuerzas titánicas, carente de legislador, es el desastre.
No quiero poner en la intención de la escritora lo que a lo mejor no es sino interpretación propia, pero me parece que el rigor compositivo al que se sujeta Ana Meliá de manera ejemplar (a eso me refería en la entrada anterior como rasgo de lo “clásico”) le lleva a cifrar en la novela lo que hay más allá de esa “luna llena inundando de blanco la noche anaranjada”. No sabemos qué será de Celia, Alexia y Emma en manos del amor y sin el auxilio de la figura legisladora paterna, pero vemos a otro trío de mujeres en ese mismo mundo de “desastres”. Entiéndase bien, no creo, ni creo que esté en el ánimo de la autora, considerar a las mujeres adultas como carentes de “padre” o “marido”. Pero la simetría de género y número (perdón por el chiste) exige ver a las tres niñas convertidas en tres adultas de condición postmoderna: una de ellas (la madre de Emma)  sigue aferrada al mundo de la magia, versión new age; otra, se hunde en el mundo de la verdad de la omnipresencia del trabajo. Y sólo Rosalía (si no recuerdo mal las madres no tienen nombre), la profesora, asume el papel de la razón de la que parecen haber abdicado las familias casi inexistentes de las niñas.
Me parece que El pacto Neverlove se abre (otro rasgo de lo clásico) a múltiples lecturas y todas enriquecedoras. Es una novela para adolescentes, desde luego, con un estilo carente de aristas, con una estructura de corrección (¡otra vez!) clásica, pero que también pueden (o deben) leer los artífices del desamparo.