¿Os
gustan las canciones?
La
canción no cuenta en la poesía de ellos.
Emmanuel
Berl, Muerte de la moral burguesa
En la introducción a El
comentario de textos, Fernando Lázaro Carreter reflexiona sobre el lugar de
la literatura en la educación y sugiere la conveniencia de recurrir a las
canciones populares entre el alumnado para enseñar poesía. Canciones (lo que
echan por la radio) y poemas deben tener algo en común si podemos usar unas
para enseñar qué son los otros, toda vez que enseñar es “mostrar”, poner ante
los ojos. Y no se puede mostrar lo que no se tiene. Si el consejo de Lázaro es
justo habría que ver qué cosas de la poesía pueden mostrarse en las canciones. (Me
asombra la cantidad de vocabulario de crítica literaria y estética que he
olvidado).
Lo que las diferencia es algo audible: las canciones tienen
música instrumental y los poemas no, que sólo tienen (si acaso) la que viene
dada por la cadencia de las sílabas. En el ameno debate que nos traemos entre
manos estos días, a cuenta del Nobel de literatura concedido a Bob Dylan,
algunos amigos y amigas argumentan que esta diferencia musical es sustancial; que
las canciones no pueden desligarse de la música con la que forman un todo: una canción a la que le quitas la música no
es un poema, es una canción mutilada. El “cancionero” y el “poemario”
constituyen conjuntos disjuntos aunque tengan, como decía aquél, cierto “aire
de familia”. Un aire ya remoto, históricamente clausurado, que desautoriza el
nobel. “La poesía tiene sus derechos” y el primero es que no se tome en vano su
nombre atribuyéndoselo a lo que no es poesía.
Sin embargo, ante la
canción privada de música, los estudiantes experimentan una emoción propia de
la poético: el extrañamiento expectante que nos provocan los versos. Lejos
de mostrar lo ajeno a la poesía que le es propio, quitar la música a una
canción la “poetiza” dotándola de una característica indiscutible del discurso
poético: la desautomatización del mensaje. Chicos y chicas se sorprenden de que
se pueda fingir una lectura literal de algunos pasajes ramplones en los que,
sin darse cuenta el que los tararea, actúa la alquimia de la figuración:
-“Para
que me curaste cuando estaba herío si
hoy me dejas de nuevo el corazón partío”
narra un episodio hospitalario, probablemente un accidente de tráfico, con
negligencia médica incluida.
-¡Qué dices! ¡Si es una historia de amor!
-¡Qué dices! ¡Si es una historia de amor!
Herir, curar, corazón, partir, dejar, pasado, presente,
ruptura de la norma… signos tan lexicalizados por el uso y la tonadilla que,
una vez coloreados por los trazos escritos y la lectura, pueden servir para
desentrañar otros signos que el tiempo ha hecho opacos:
-“Qué
haré madre? / mi amado está a la puerta.”
-Pues vaya…
-“Qué culpa tengo yo / si esa puerta no la he abierto. / Ha sido su madre / que quería que entrara dentro.”
-¡Ja, ja, ja!
-Pues vaya…
-“Qué culpa tengo yo / si esa puerta no la he abierto. / Ha sido su madre / que quería que entrara dentro.”
-¡Ja, ja, ja!
Pero no solo los profesores contribuyen a poetizar las
canciones al decantarlas de su lugar habitual de uso, al desplazarlas y
separarlas del ritual inconsciente en el que están inmersas, y convertirlas en
objeto de recepción estética consciente. También
los poetas comme il faut actualizan
(desautomatizan, “extrañan”) poéticamente las canciones al citarlas en sus
textos. La cita (la fragmentación) es un poderoso medio de literaturizar,
incluso, textos en principio carentes de pretensión estética. El uso de citas
está sujeto a un código más o menos explícito (aunque también se pueda
subvertir este juego y, por eso mismo, dotarlo de "legitimidad").
Normalmente el poeta cita a otros poetas. El
hecho de citar a un compositor de canciones supone el reconocimiento de su
condición de "autor". Es más, en la mayoría de las ocasiones la
cita implica (además del reconocimiento) dar una clave de lectura para la
propia obra. De alguna manera el poeta que cita, no sólo reconoce y admite su
admiración por el poeta citado, sino que además "se acoge" a un
discurso más amplio, se cobija en él. Es de acuerdo a este código que tenemos
citas de Bob Dylan, Leonard Cohen o Georges Harrison en muchos poetas. Citarlos no es citar la guía telefónica, es
usarlos como legitimación del discurso poético propio y, por ende, proclamarlos
como poetas. Vamos que la cita funciona como un argumento... de autoridad.
Ningún texto es poético per se (no hay una esencia metafísica de
lo poético) sino que adquiere poeticidad en un “juego de lenguaje” en el que
funciona un pacto entre interlocutores más allá de la convención primera que nos permite
comunicarnos verbalmente. Podemos fingir que conversamos poéticamente sobre un
tratado de mecánica cuántica, pero sería eso, fingimiento, parodia. Y si
negamos a alguien la condición de poeta rehusamos charlar sobre ese alguien. Los interlocutores, en la convención
poética, juegan con signos a los que, mediante pacto, atribuyen significación a
través de siglos de intertextualidad. La comunidad simbólica de hablantes
se disgregó hace mucho tiempo y poetas y lectores buscan formas de entenderse.
Signos inmediatamente inteligibles en las sociedades tradicionales, ligados al
trabajo o a la fiesta, a rituales íntimos o públicos, nos resultan a veces
incomprensibles en la poesía. Pero menos oscuros en las canciones: el inmortal
símbolo de la paloma nos conmueve en
su errático discurrir hasta que duerme en la arena de la orilla de Rafael
Alberti (“Ella se durmió en la orilla”) y Bob Dylan (“How many seas must a
white dove sail / before she sleeps in the sand”); la cárcel del prisionero de amor reaparece en Cernuda (“Libertad no
conozco sino la libertad de estar preso en alguien”) y en Camilo Sesto (“Por
qué me das libertad para amar / si yo prefiero estar preso de ti”); el sueño del enamorado (“un sueño
soñaba anoche / soñito de alma mía / soñaba con mis amores / que en mis brazos
los tenía”) resuena en la canción de El último de la fila (“fuiste mía anoche
en sueños / me besabas con el ansia / con que se besan / unos labios nuevos”); en
fin, el gran símbolo vital del río,
el tópico del locus amoenus, la nostalgia del ubi sunt se nos
representan en la gran canción (en el gran poema) The River, de Bruce Springteen.
Creo que sería ocioso buscar más ejemplos. Es verdad que la
música libera al poeta de terribles aprietos formales, pero no produce ninguna
transustanciación: Al Alba de Aute
es, con las mismas ejecutorias, de la misma estirpe que el Romance de doña Alda.
Las canciones tienen algo de poesía premoderna, anterior a
la división del trabajo que convierte los textos literarios en algo separado de
la faena o el ocio colectivos. La poesía desde el inicio de la modernidad
(bárbara metáfora económica) nos “enriquece” individualmente en lugar de
convivirnos en el canto. Objetivar un texto, comentarlo críticamente, es una forma
de convertirlo en poesía. El reconocimiento académico, el premio literario, la
tesis, el estudio estilístico son mecanismos modernos de división del trabajo
intelectual. Y eso es bueno. Pero la
nostalgia de lo indiferenciado (qué diría la muchacha mozárabe sobre lo
poético de su “tant amare”) reaparece en
las canciones que se nos imponen tozudamente en su literalidad (otro rasgo
poético) y que nos permiten concebir la
poesía como un lugar en el que encontrarnos.
2 comentaris:
"A tus atardeceres rojos se acostumbraron mis ojos como el recodo al camino"
Maravilloso... incluso sin la música.
José Ramón desde Xirivella
Lo bueno de la web 2.0 es que no es imprescindible la cita. Se hipertextualiza y no se mutila. Trabajar en segundo plano. Eso tiene relación con lo que comentas de estética consciente pero más con su in-verso. ¡Saludos!
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