dimarts, 9 d’abril del 2019

Poetizar en tiempos de internet. (I)


   El poeta y novelista Miguel Astur ha publicado un artículo sobre la difusión masiva de textos, presuntamente poéticos, a través de las redes sociales de internet que está produciendo polémica en el grupo de filólogos y filólogas de Facebook. Polémica en la que se discute sobre asuntos de difícil resolución como definir el concepto mismo de “poesía”, la manera más objetiva posible de determinar qué es buena poesía o mala poesía, la difusión masiva de la poesía y su aceptación también masiva, el carácter elitista o no de la poesía... En fin, esas cosas sobre las que disfruta discutiendo la gente del gremio. Yo también quiero decir algo, además de que estoy de acuerdo con la tesis de Astur que rechaza la supuesta poesía de masas de naturaleza y difusión postmoderna; porque mostrar acuerdo es decir muy poco, claro.
    Miguel Astur empieza su artículo definiendo algo así como la unidad poética mínima: la interpretación intencional de un signo estético que ofrece la realidad o, mejor dicho, la conversión de un dato de la realidad en signo y la asunción de ese proceso como descubrimiento, como (en palabras de Violeta Parra) un “descifrar signos”. Alguien relaciona un significante con un significado, produce un signo, y lo adjudica a un concepto que no lo tenía. Éste es, dicho de manera algo grosera, el funcionamiento de la metáfora. Así pues, el trabajo poético es, primordialmente, una labor hermenéutica sobre la realidad, un ejercicio de interpretación simbólica del mundo. Que ese ejercicio tenga su origen en la necesidad de dar forma comunicable al sentimiento propio, a un anhelo de conocimiento o al puro juego es, en cierta manera, indiferente. Lo esencialmente poético es, creo, el trabajo semiótico intencional sobre el mundo con interés estético.
   He aquí que el aprendiz de poeta ha relacionado el significante “dientes” con el significado “luna llena” para expresar su deslumbramiento ante la sonrisa de la amada. Muy bien hecho: la intuición poética no anda muy lejos de la “iluminación” como fenómeno de resolución de problemas que estudia la psicología (“insight”, dicho sea con una palabra inglesa). Pero el descubrimiento de ese signo que antes no existía no es tanto “creación” como “producción”, pues se sostiene sobre materiales previos: signos ya existentes, un código en el que adquieren significado y la necesidad de la existencia de una comunidad de interpretadores de significados. La primera persona que dijo “la falda de la montaña” o “el cuello de la camisa” realizó un trabajo hermenéutico sobre la realidad al producir intelectualmente, de manera individual pero condicionado socialmente, un signo intercambiable: alguien más debe conocer el significado de “montaña”, “falda” y “relación de semejanza”. De igual manera, la muchacha que canta que su “amado está a la puerta” o que viene del “río” realiza un trabajo intelectual e intercambia signos conocidos en una comunidad simbólica que conoce las claves de interpretación de esos signos.
   Así pues, el acto de creación y comunicación poéticos constituye un trabajo intelectual de interpretación intencional de signos orientado, fundamentalmente, a la expresión y percepción estética. Este trabajo es desde su mismo inicio una tarea “formal” de “desvelación” de realidades (dar forma perceptible a significaciones ocultas) e implica un desarrollo formal (más trabajo) de las significaciones con base (Jakobson) en la recurrencia que fundamenta todo el andamiaje al servicio de la formalización primera: rima, ritmo, métrica, etc. Todo ello contribuye a la difusión e intercambio inteligible de los signos poéticos en la comunidad simbólica que reconoce (y se reconoce) en determinada formalización (romance, zéjel, villancico... lo que sea).
   El problema (nos) surge cuando la comunidad simbólica tradicional (el interpretador colectivo de símbolos) se diluye con la modernidad y se destruye con la postmodernidad.
     Mañana sigo, que me canso.