Errejón renuncia explícitamente
a la construcción patriótica a partir “de algún tipo de esencialismo histórico”
al tiempo que denuncia cómo los partidos conservadores consideran como una
locura que los ciudadanos hayan dejado de ser “individuos racionales”,
desquiciados por la crisis económica, para convertirse en una “turba airada e
infantil”. Poco más hay en la mitología de la construcción moderna de las
naciones: o el mito contractual-racional o el mito étnico-lingüístico (o lo que sea)
fundacional.
La construcción del
pueblo sobre bases identitarias tiene mala prensa en España (salvo en la
periferia, donde las batallas remotas y los reyes mitológicos tienen bula de la
izquierda). Una mala prensa justa y ganada a pulso. Los españoles que
descienden del testículo izquierdo de don Pelayo, el florido pensil, el honor calderoniano
y su actualización postmoderna y futbolera del “soy ehpañó”, no parecen formar
parte del “sentido común” más comúnmente repartido. Algo hay, sin duda, pero
mucho menos de lo que predican machaconamente sus detractores. El “sentido
común”, ese conjunto de enunciados que no se tematizan, que están ahí pero que
ni siquiera se miran, que actúan como una filosofía inconsciente es otra cosa.
Una cosa de la que muchos de mi generación, formación y clase, apenas hemos
sido conscientes hasta que la hemos visto puesta en cuestión y seriamente
amenazada.
Nuestro “pueblo” no se
funda en Atapuerca o con Viriato, pero tampoco en Belchite, el Ebro, Badajoz, San
Sebastián o con Galán y García Hernández. La base primera, contractual, de
nuestro común y contemporáneo ser “pueblo español” es el gran contrato de la
reconciliación nacional que soportó la restauración monárquica constitucional.
Un contrato firmado por las dos Españas que se desangraron en la tragedia de la
Guerra Civil materializadas en las Cortes franquistas y el Partido Comunista de
España. El guerracivilismo, el denuesto constante de la Transición, las
acusaciones de traición al PCE, tan populares en el podemismo rampante,
rufianesco o pablino, no fundamentan pueblo alguno más allá de peritos de la
memoria selectiva (que no de la historia), víctimas vocacionales y tataranietos
de profesión. Todo eso no forma parte del “sentido común”. Que Dolores Ibárruri
presidiera unas Cortes Constituyentes co-habitada por franquistas forjó nuestro
sentido común. Que antifascistas de primera comunión universalmente frustrados
por habérseles negado su ración de aventura guerrera vayan heroicamente a
pisotear la tumba del dictador, no.
Todo eso es construir
sobre arena un edificio condenado al derribo o cimentado en su voladura. Es
absurdo que Errejón plantee la “reconciliación de la comunidad”. Esa reconciliación
ya se produjo. De manera imperfecta, por supuesto, manteniendo la
conflictividad propia del dinamismo social moderno, no como “comunidad” sino
como ciudadanía con un referente incuestionable: el Estado. El que “ordena la
vida de los ciudadanos y los construye así más como ciudadanos que como pueblo”.
En efecto: esa idea también forma parte del acervo de nuestro sentido común:
descuidar la comunidad nacional española pero no cuestionar, en absoluto, el
Estado Español. ¿A qué demonios remite la palabra “patria” si no es a la
materialidad del Estado? Para espiritualidades, metafísicas, almas y destinos
ya tuvimos bastante durante la dictadura y con las alucinaciones nacionalistas
hodiernas. Me parecen un error y una contradicción dramáticos del populismo
cuestionar la unidad del estado y, al mismo tiempo, (o a contracorriente del
pablismo comprometido y mareado) caracterizar la construcción nacional popular
como un anhelo de “Estado, comunidad y protección contra la incertidumbre”
cuando la mayor incertidumbre a la que nos enfrentamos hoy día es la
permanencia del Estado.
Errejón reclama la
fundamentación del momento constituyente populista en el sentido común de la masa nacional-popular. Nuestro sentido común, lo que sentimos comúnmente
es eso: reconciliación, democracia imperfecta, constitucionalidad, ciudadanía,
conflicto social no resoluble, indisolubilidad del estado. Pues la mayoría
(creo yo) ni somos “plebe” ni queremos ser “pueblo”. Somos ciudadanos.
Plantéese el populismo
si “la inequívoca vocación de mayorías y la inmediata vocación de gobierno”
puede asumir ese sentido común o si seguir jugando a aprendiz de brujo.
Y sin embargo… ¿Podemos
ser ciudadanos sin algún tipo de vínculo que trascienda el mero contrato?
¿Somos, en alguna medida, “comunidad”? ¿Podemos seguir siéndolo si se socaban
sistemáticamente los pilares que la sostienen? Eso para la tercera entrega.