donde cautivaron a las tres
cautivas
Anónimo
no dejó su cuerpo abrazar.
Mari Trini
“¡Qué absorbente
es el amor […] tantos años con mis amigas…, sólo unos días […] y ya lo ocupa
todo él.” Así reflexiona una de las tres protagonistas de El pacto Neverlove confirmando la derrota inevitable de un acuerdo
condenado al fracaso, de un pacto que tiene, literalmente, los días contados.
Tres niñas se han juramentado para no enamorarse jamás y han sellado el pacto
con un medallón que llevan al cuello desde los once años. La novela de Ana
Meliá narra los últimos días de vigencia del acuerdo en una cuenta atrás llena
de prodigios, hasta la rendición de Emma, la más reacia de todas, la que
insiste en que todavía no ha cumplido quince años, que sólo tiene catorce… que
todavía está bajo el hechizo del medallón. Ésa es la dialéctica que,
explícitamente, plantea la novela: el paso desde la infancia a la madurez como
un cambio de paradigma “ordenador”. La amistad y la magia reinan en el universo
infantil de Emma (¡todavía tiene catorce años!), mientras que es el amor (y una
carencia de la que luego hablaremos) el demiurgo desconocido y contradictorio
que lo ocupa todo a los quince años y cuyo desafecto puede hacer de la vida,
como dice Adrián, enamorado de Emma, “una porquería. Un sinsentido”.
El sentido (amistad y magia) se despliega
en los pocos días que ocupa la narración en toda una serie de signos que
estructuran la realidad de los personajes de acuerdo a un orden mítico,
narrativo… literario. Las protagonistas son tres, como las tres princesas, como
Axa, Fátima y Marién. Y de ellas, la más pequeña, la más desamparada, se pierde
en un bosque tenebroso y un caballero la protege del mal (“…lo que quiere es
protegerme, como aquella noche, porque yo soy su Lady Emma. Su milady. Él me lo dijo…”); y hay enigmas
que se resuelven en números misteriosos y medallones mágicos cuyas cadenas se
rompen por una fuerza (la respuesta a todos las preguntas, el nuevo orden) que
los supera; y hay apariciones y claros de luna y lirios; y hay rituales y “duendecillas”
infantiles celestinescas que pronuncian conjuros infalibles; y hay llegadas a
destiempo, casualidades orquestadas teatralmente, que impiden el encuentro de
los amantes, amantes que intercambian su posición hasta en el tópico balcón. Y
hay, sobre todo, una referencia literaria “muy… mágica” que da sentido al sueño
estival en la tierra de Robin Hood, a los duendes, al inmenso poder del amor.
En La vida secreta de Andrea era Romeo y Julieta, en la novela que nos
ocupa El sueño de una noche de verano.
Y hay, a mi juicio, sobre todo ello un rumor “paranomásico”: Emma (las tres
niñas) dice una y otra vez “neverlove,
neverlove” pero resuena, sobre los últimos días de su infancia, “nevermore, nevermore”.
Y ese “nunca más”
que culmina un relato correcto, amable y aleccionador que se abre a la
literatura, situado en escenarios reconocibles y verosímiles, en un tiempo contenido,
creíble y cotidiano, se interpreta en el final de la novela como “quien regresa
a casa después de haber estado mucho tiempo perdida en el bosque” y en un
decorado esperanzador y luminoso de “luna llena inundando de blanco la noche
anaranjada”.
Fin.
Y sin embargo…
Sin embargo el
pacto, la anécdota que sustenta toda la novela, parece absurdo y varios
personajes insisten a lo largo del relato en su carácter pueril (“A ver si
empiezas ya a darte cuenta del ridículo
que haces con la chorrada de tu pacto […] y que dejes en paz ya a mi novia con
tus rollos sobrenaturales, ¿te enteras?”. Parece
absurdo… porque tiene un origen causal bastante razonable: “El amor solo causa
desastres […] Nuestros padres. Todos están divorciados […] lo malo es que no
escarmientan y aún se enamoran de otros.” Al par ordenador del mundo infantil
(amistad y magia) parece sucederle el amor y el desastre porque no parece haber
nada que venga a suplir la ausencia de la magia. El reinado del amor junto a un
hueco, una carencia, es el caos.
Ángel del Río
(si no recuerdo mal) decía que los personajes de La Celestina parecían moverse “en un mundo sin Dios”. Nuestras tres
“cautivas” se mueven en ese mundo. Obviamente: la secularización es un rasgo de
verosimilitud insoslayable y las niñas rezan (“Que le salga bien, por favor.
Que no se ponga nervioso.”) pero no sabemos a quién. A la nada, a su propio
deseo, a un mundo sobrenatural de película… El amor es el único dios aunque a
su lado debería haber algo, un legislador que imponga el par que falta: la razón. Y estas niñas se mueven, desde
luego, en un mundo sin Dios, pero su desamparo es aún mayor porque su mundo es
un mundo sin padre. En toda la novela sólo aparece un padre que ejerza como tal
(el padre de Víctor). Los padres de las niñas son ignorados, en todo caso
aludidos, o temidos. A la más desamparada de todas, la más pequeña, que busca
protección en ángeles de leyenda urbana “la mención de su padre la hizo dejar
de reírse al instante.” El amor, abandonado a sus propias fuerzas titánicas,
carente de legislador, es el desastre.
No quiero poner
en la intención de la escritora lo que a lo mejor no es sino interpretación
propia, pero me parece que el rigor compositivo al que se sujeta Ana Meliá de
manera ejemplar (a eso me refería en la entrada anterior como rasgo de lo “clásico”)
le lleva a cifrar en la novela lo que hay más allá de esa “luna llena inundando
de blanco la noche anaranjada”. No sabemos qué será de Celia, Alexia y Emma en
manos del amor y sin el auxilio de la figura legisladora paterna, pero vemos a
otro trío de mujeres en ese mismo mundo de “desastres”. Entiéndase bien, no
creo, ni creo que esté en el ánimo de la autora, considerar a las mujeres
adultas como carentes de “padre” o “marido”. Pero la simetría de género y
número (perdón por el chiste) exige ver a las tres niñas convertidas en tres
adultas de condición postmoderna: una de ellas (la madre de Emma) sigue aferrada al mundo de la magia, versión new age; otra, se hunde
en el mundo de la verdad de la
omnipresencia del trabajo. Y sólo Rosalía (si no recuerdo mal las madres no
tienen nombre), la profesora, asume el papel de la razón de la que parecen haber abdicado las familias casi
inexistentes de las niñas.
Me parece que El pacto Neverlove se abre (otro rasgo
de lo clásico) a múltiples lecturas y todas enriquecedoras. Es una novela para
adolescentes, desde luego, con un estilo carente de aristas, con una estructura
de corrección (¡otra vez!) clásica, pero que también pueden (o deben) leer los
artífices del desamparo.