1.- Se ha reavivado
estos días el debate sobre el aborto a raíz del anuncio por parte del ministro
de Justicia, Alberto Ruiz-Gallardón, del proyecto de ley que modificaría su estatus normativo y las declaraciones que, a propósito
de este asunto, ha realizado la Iglesia Católica a través de la Conferencia
Episcopal. En las redes sociales el tema está muy presente pero la calidad del
diálogo es muy pobre. Apenas un intercambio tenístico de frases hechas,
consignas, asertos contundentes, preguntas retóricas, analogías supuestamente
invulnerables, etc. Sin embargo, incluso en este medio que reduce tanto las
posibilidades argumentativas es posible la conversación amistosa, incluso
fraterna, y sorprende hasta dónde puede llegar una retahíla de comentarios sobre
una noticia, una encuesta, una declaración: en una de estas conversaciones
rápidas sobre si el aborto es un derecho o un crimen (que tal es en última instancia
el dilema) se ha llegado a poner en cuestión cuál es el fundamento de nuestros
juicios morales. Quizás éste no deba ser el final del debate sino, justamente,
el principio. Porque no podemos, si somos intelectualmente honestos, opinar a
grito pelado según lo que digan nuestros jefes hemos de explicitar cuál es el
fundamento de nuestros enunciados éticos, ver si ese fundamento es distinto
para creyentes y no creyentes (sin tanta abstracción: entre católicos y
ateos/agnósticos) y considerar si es posible un acuerdo. Lo otro, gritar y
repetir lo que “los míos” ya saben, reafirmar machaconamente “mi verdad”, a lo
mejor no está mal para el facebook. Pero no es racional ni razonable.
2.- Con motivo de la
visita a Valencia del Papa Benedicto XVI la plataforma “Yo no te espero”
organizó en Torrent, una conferencia del teólogo Juan José Tamayo. Se comentó
en ese acto, entre risas de suficiencia, que monseñor Rouco Varela había dicho que
Dios es el fundamento de los derechos humanos. Esta opinión es compartida por Adela
Cortina, filósofa cristiana nada sospechosa de fundamentalismo, cuando escribe
que “el hombre posee valor absoluto y es un fin en sí mismo porque es imagen y
semejanza de Dios.” Y, a mayor abundamiento, Max Horkheimer, ateo y progenitor
de la teoría crítica, se refiere a los padres de los textos normativos
ilustrados diciendo que “para esos hombres no existía ningún principio que no
debiese su autoridad a alguna fuente metafísica o religiosa.” Dios es el
fundamento de nuestra moral intramundana cuyo máximo exponente positivo es la
Declaración universal de derechos humanos. Y nuestra moral se resume en el
mandato divino “amarás al prójimo como a ti mismo”. Para un cristiano es tan
sencillo como eso. Para un ateo no está tan claro. En principio sería el
consenso de todos los intervinientes en el diálogo el que fundamenta y legitima
el acuerdo. Y la objeción cristiana aparece de manera inmediata: si es el
consenso (o la mayoría) el que determina qué sea bueno y qué no, nada impediría
que, a falta de un fundamento superior, seguro, inmodificable, llegásemos al
acuerdo mayoritario de que tal derecho es suprimible y tal otro no. Esta objeción,
que es válida para las exageraciones del relativismo cultural, puede llegar a
ser tramposa: los creyentes pensamos que la ley moral está inscrita por Dios en
el corazón del hombre aunque éste ignore a Dios. O lo niegue. Y donde Dios
manda “amarás al prójimo como a ti mismo”, el que niega a Dios, o no lo toma en
consideración, tiene un fundamento tan poderoso en el imperativo de la Razón: “obra
de tal modo que te relaciones con la humanidad, tanto en tu persona como en la
de cualquier otro, siempre como un fin, y nunca sólo como un medio.” La Fe y la
Razón nos ordenan lo mismo. Nos imponen un mandato fundante, no sujeto a
debate, a creyentes y no creyentes. En eso no hay diferencia alguna entre
nosotros y aún hay una igualdad más radical: tanto creyentes como no creyentes
podemos desobedecer a Dios o a la Razón. Allí donde nos encontramos todos es en
nuestra desoladora libertad. Y hemos de escoger. Damos por sentado que los que
hablamos, los que debatimos, hemos elegido libremente obedecer a Dios o a la
Razón. Sin este acuerdo básico que acepta la honradez y la libertad del otro
ningún diálogo es posible. Hemos decidido, porque hemos querido obedecer, amar
al prójimo, reconocer la humanidad como un fin en sí mismo. Creo que en eso
estaremos de acuerdo.
(Continuará)
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