Recuerdo una frase de cuando leía
cosas sobre la historia del socialismo: no sé quién de la 2ª
Internacional le decía a Bernstein “¡Eduardo, burro, esas cosas se
hacen pero no se dicen!” Se refería, claro está, a toda la
teorización revisionista del padre de la Socialdemocracia ya clásica
y ponía de manifiesto la distancia entre la práctica y la teoría
política de la izquierda. La dialéctica entre lo que el partido
obrero hace y lo que dice. Se me ocurre que esta dicotomía,
traducida a los términos narrativos que están de moda, tiene algo
que ver con la diferenciación narratológica entre “historia” y
“relato”. El fucking relato. Simplificando mucho, la historia es
“lo que se cuenta” y el relato es “cómo se cuenta”. Si nos
ponemos estupendos la cosa se complica porque decir “lo que se
cuenta” implica necesariamente un “cómo contarlo”. No hay una
forma no retórica de contar una historia. Ahora bien, hay formas
retóricas (relatos) más fieles a los hechos (historia) y otros más
infieles y desleales. Hay espejos planos y espejos cóncavos. Si
hablamos de novelas y cuentos todo resulta muy ameno y, hasta cierto
punto, inofensivo: no hay una retórica “justa” para la
narrativa. Pero si nos mudamos al mundo de la política las
consecuencias de adoptar un relato, una retórica, un espejo,
deformantes pueden ser desastrosas. Digamos que un relato político
es más o menos adecuado a la historia en la medida en que su
incidencia sobre el mundo real es positiva o negativa. Positiva o
negativa para el sujeto histórico, claro.
Hace unos días comentaba cómo caer en
el pacto narrativo, suspender el juicio crítico, daba lugar a
ficciones políticas demenciales que no andan muy lejos de la
histeria o la alucinación colectiva. Desde entonces he leído un par
de reflexiones de amigos a los que respeto muchísimo como pensadores
y como personas, pero con los que suelo estar en desacuerdo. Uno de
ellos considera que el despropósito (bueno, lo que para mí es un
despropósito) del secesionismo catalán constituye una “revolución
simbólica”; el otro reprocha amargamente a la izquierda española
su escasa implicación (miedosa y lamentable), su ausencia de
empatía, en el proceso independentista. Sin entrar a debatir estas
ideas, convendría, creo yo, que la izquierda española (socialistas
y comunistas) aclarase en qué mundo simbólico vive, cuál es su
relato; si ese relato produce dolor o si puede incidir sobre la
realidad, caso de que admita la existencia de algo así como la “realidad”,
siquiera sea haciendo mella en su dureza.
A lo que parece, nuestra izquierda se
ha instalado en el antifranquismo permanente, en la invocación a una
República de nación innombrable, en el desgaste del “régimen”
surgido de la constitución del 78 y en el cuestionamiento perpetuo
del Estado. Todo ello es un relato revolucionario... No: todo ello es
un relato “como si” fuese revolucionario. Nuestra izquierda habla
“como si” hubiese una masa paupérrima dispuesta a asaltar todos
los palacios de invierno; “como si” el cretinismo parlamentario
del secesionismo fuese algo conectado con pueblos y mayorías; “como
si” el estado fuese un castillo de naipes pronto a desmoronarse.
Mientras tanto, la “historia” va a su bola.
Las ambigüedades
y contradicciones de los comunistas sepultados bajo capas y capas de
podemismo, quincemismo y encomumismo, los melindres y cucamonas de
los socialistas y los complejos de todos ante el secesionismo y las
políticas de identidad han chocado con la “historia” en forma de
descenso del apoyo electoral en Cataluña y en forma de muy posible
auge de Ciudadanos en toda España después de su triunfo en
Cataluña. La terrible paradoja es que un partido liberal se llena de
votos ofreciendo algo que es patrimonio de la izquierda: Estado.
Vea la izquierda española (comunistas
y socialistas) si conviene a los trabajadores y trabajadoras derribar
dictadores podridos hace décadas, contribuir a debilitar el estado,
imaginar revoluciones o gobernar cambiando un sencillo “como si”:
como si hubiese un estado que está aquí para quedarse.