Juan
Gil-Albert se pregunta en uno de los poemas de Migajas del pan nuestro por el influjo que ejercen sobre él
“…ciertas cosas / que apenas dicen nada” . Ortega y Gasset le
contesta (aunque esto es invención mía) que “hay dentro de toda cosa la
indicación de una posible plenitud” y que es tarea del poeta “dado un hecho -un
hombre, un libro, un cuadro, un paisaje, un error, un dolor-, llevarlo por el
camino más corto a la plenitud de su significación”. A este proceso de indicios
y caminos por el que las cosas adquieren su propio ser al devenir signos plenos
(mediante el concurso de “un alma noble”), Ortega le llama “salvación”. Salvar
las cosas al mostrar su naturaleza sígnica es cosa del poeta a través de la
palabra: “su vigilar [el del poeta] es el consumar la apariencia del ser en
cuanto ellos, en su decir, dan a ésta la palabra, la hacen hablar y la
conservan en el habla”, dice ahora Martin Heidegger en esta conversación
imaginada.
Cosas,
indicios, caminos, alma, salvación, vigilancia, ser, palabra… El trabajo del
poeta es terrible porque en la enumeración anterior no hay método ni seguridad
alguna sino un espacio de angustia, un vacío a veces (¡ay) insalvable entre las
cosas que “apenas dicen nada” y la plenitud de su significación. Ese espacio
es, en efecto, “nada” para el común. En nuestro trapicheo cotidiano con las
cosas no solemos “salvarlas” de su valor de cambio o de uso. Como mucho podemos
decir que tal objeto (tal paisaje, tal recuerdo) significa “algo”, imposible de
verbalizar, para mí. Y si alguno se cree poeta se desespera y maldice por no
poder saltar el abismo que intuye insalvable. También se puede optar por
reducir la poesía a hermético juego gramatical que es una, a veces brillante, forma
bastarda del silencio. Y luego hay poetas, como Sandro Luna, que tienen el don
de convertir la angustia por el significado en objeto de reflexión poética:
El silencio es el alma
aunque el alma lo lleve bien callado.
La perplejidad
y desazón por la posibilidad del significado como eje estructural del poemario
de Luna puede parecer una interpretación alambicada pero no me parece injusta
si atendemos al ámbito simbólico en el que se sitúa el poeta:
Donde termina el sol pongo mi casa,
tan adentro
que ya no sé siquiera qué es la hondura.
Qué vergüenza mirar
y no ver nada.
Quisiera
destacar, del armazón retórico de este no-saber (mi corazón no sabe … yo no sé qué le escucha / a las cosas por
dentro), que se transforma en sustancia poética y existencial (Estoy en lo que miro / y nada veo) dos recursos formales.
El
primero es la recurrencia casi obsesiva de la interrogación:
¿Qué palabra se dice y no se dice
y nos mantiene puros?
…
¿Qué regalo es el mundo?
…
¿Qué asoma por tus ojos?
…
¿Qué sabrá de la luz la luz del sol
de la respiración el aire vivo?
Interpretar
un signo es responder a una pregunta. La propia formulación de la pregunta,
como quiere la hermenéutica, orienta el sentido de aquello por lo que se
interroga (palabras, mundo, ojos, luz, aire). Sin embargo (o, más bien, “por lo
tanto”) no me parece que las preguntas de Luna sean “retóricas”. En primer
lugar, porque la interrogación envuelve una afirmación de sentido (la presencia
plena de la luz y el aire, la palabra que nos hace, el regalo del mundo, la
revelación de unos ojos) y después, porque exigen la respuesta de un interlocutor
con el que se entra en diálogo-ofrecimiento desde la primera página del libro:
A ti,
que no sé quién eres
pero tu casa me acoge.
El segundo recurso (llamarle “formal” me parece un
abuso), no tan omnipresente pero a mi juicio muy relevante, es algo así como el
descubrimiento de la comunión de los significados ligado al diálogo-ofrecimiento
que comentaba antes. El poeta, que confiesa yo
no sé, descifra símbolos como la flor
que a cuchilladas es de nadie, el pájaro que enseña su corazón de nadie, la casa rodeada en esta luz de nadie sin ahora. Es decir, el sentido de las cosas,
su salvación, no es algo privado, pertenece
al mundo.
El crítico Fernando Parra sitúa a Sandro Luna en lo que
llama “escuela de despojados”, grupo poético contemporáneo y “mediterráneo” que
relaciona con el cultivo místico de la renuncia:
¿Qué ráfaga de qué
que me ha vencido?
Es ocioso explicitar la intertextualidad. Y hay también
la noche (Dentro de mí, / la noche) y
aun la noche amable (esta noche reparte /
su semilla celeste) incluso la ciencia del no-saber:
¿Qué ciencia se despierta
en la boca del aire,
que no sabe de nada?
Con
todo, el asombro por el ser de lo inexpresable, lo místico si nos ponemos
wittgensteinianos, encuentra en el poemario de Sandro Luna una respuesta a
todas las preguntas en un símbolo comprensible de la plenitud del sentido, de
la certeza luminosa del mundo: Eva
tendiendo la ropa.