(del
Romancero)
¡Qué respeto por la idea!
¡Qué respeto por la idea!
Juan
Ramón Jiménez
Además
de inevitables, los prejuicios son muy convenientes. Sobre todo a la hora de
leer y, más aún, a la hora de leer versos: funcionan como una especie de
hipótesis, como un marco de referencias en el que encajar (aunque sea a
martillazos) los poemas. Afortunadamente hay veces en l
as que el apriori hipotético se ve desmentido por
la experiencia. Así en la lectura de La
noche en arras de Agustín Pérez Leal[1].
Más o menos el juicio previo (mi prejuicio) vendría a ser “¡otro libro de
nocturnidad y sordidez!¡otro rosario de soledades, de bares oscuros y amores etílicos!”
Es un prejuicio fuerte que cede apenas vista la caracterización de “la noche”
como prenda de un contrato íntimo. A alguien se le ofrece la noche “en arras” pero
ese alguien es, como aclara la dedicatoria, “vivo sol azul de agosto” y hete
aquí que en un libro de título nocturnal apenas aparece la noche en un par de
ocasiones y como alusión de velada intimidad:
mientras
se duerme el mundo una vez más,
voy
a barrer la noche del balcón.
………
La
noche
vela
por ti y por mí…
Lo
demás es del dominio de la luz. Luz que se despliega en todos
los soles del día:
…y
a los primeros
rayos
de sol azul…
………
en
los pocos minutos que usa el sol
para
venir a plomo sobre el mundo
………
los
minutos
de
oscuro sol que quedan…
y que comparte
con el agua gran parte del protagonismo del poemario hasta el punto de
confundirse en una sola cosa:
…de
la luz hecha agua
………
…y
las manos bien claras y precisas:
como
si las mirara bajo el agua.
Con
un torpe ademán
me
las lavo en la luz, sin darme cuenta.
Maridaje diurno de agua y luz no menos íntimo que aquel otro por el que la noche vela y que
soporta toda la arquitectura de La noche
en arras en dos poemas emblemáticos:
quiero limpiar la alberca,
vaciarla una noche y rastrillar
las paredes azules, verdinosas,
y el suelo negro y tibio,
recubierto
de limo, hojas podridas,
excrementos,
restos de insectos, pajarillos
muertos. Quiero llenarla
de agua limpia otra vez
y esperar que remanse.
Quiero dejar que el sol la
fertilice,
verla llena de niños en agosto,
usarla para el riego.
Quiero morir ahogado en ella un día.
EL
LAVADERO
Como
en aquella vieja
piscina
de la prueba, entran aquí
las
camisas grasientas,
los
turbios pantalones manoseados,
las
sábanas cansadas, los pañales,
y
emergen luego sólidos de luz,
ingrávidos
al sol, resucitados.
Como
se recuperan de sus llagas,
así
recobra el agua su dulzura
de
noche en calma
y
amanece más limpia
después
de la refriega.
En
la página en blanco
una
marca de agua.
Así
el poema.
También
sueñan ser salvas las palabras.
La
densidad simbólica de estos versos requeriría un análisis más minucioso. Baste,
para el objeto de estas líneas, señalar la conjunción de significados de lo que
es útero y sepulcro, fertilidad, limpieza, vida, muerte y resurrección en el
agua y en la luz. Más allá de las referencias culturales cristianas algunas
palabras aspiran a ser la “poética” del libro y toda poética es también una
declaración ética. Que, si es posible, hay que explicitar.
El
oficio de poeta es una forma de ese “existenciario” que consiste en hacerse
cargo de sí mismo en la cotidianeidad del trato con el mundo. Así, pulir unos
versos, trabajar la tierra, limpiar la alberca, cuidar el huerto vienen a ser
la misma labor:
Yo
conozco la tierra que labré:
igual
en todas partes. Yo la traje
toda
de junto al río. Es
la
misma tierra
con
agua igual
[…]
Me
arrodillo a regar
y
escribir con el agua.
[…]
No
procuro entender
ni
explicarme el prodigio.
………
Me
llega el alba. Estoy
puliendo
un verso.
Ya
no
sé
si
este brillo que veo
es
de sol que remonta
o
es de palabra.
No
procuro entender / ni explicarme el prodigio. Bien
está: el poeta tiene ese derecho. Pero el crítico, siquiera sea de afición, tiene
el deber, precisamente, de explicar el “prodigio”. En este caso, dar cuenta de
la naturaleza del mester del poeta. Para ello convienen otros prejuicios en
forma de etiquetas y clasificaciones literarias. Pero no hace al caso pues no domino la jerga y además no me parece
necesaria: con matices y escuelas circunstanciales, más o menos afortunadas, la
única práctica poética posible en nuestra “contemporaneidad”, ya tan larga, es
la simbolista. En un mundo que ha convertido la pregunta lyotardiana “para qué
sirve” en LA pregunta, en el que, desaparecida definitivamente cualquier
comunidad de significados simbólicos y ante la evidente abdicación de la razón
para dar cuenta de la realidad, en un mundo de individuos atomizados y
perplejos, sólo la indagación por el sentido
puede sustentar la labor poética. Al menos en aquella poesía que se concibe a
sí misma con algo de cordura. Difícilmente puede explicarse mejor que aquí:
UN ERMITAÑO
Si
procuro vivir,
si
me esfuerzo en saberme y ser vivido,
y
he abierto las ventanas
a
las cuatro estaciones,
y
he dado de beber a la serpiente;
si
casi siempre intento la mesura,
la
palabra en su fiel y la plomada
quieta
en su descender;
el
trabajo completo,
la
franqueza,
y
busco el agua fresca, y busco el pan
y
el sueño
y
el ocaso y la aurora con paciencia,
y
procuro estar limpio
y
canto
y
lloro,
¿qué
me quieres decir con tanta nieve?
Una
vez desaparecidos la gramática de una simbología comunitaria (en la remota poesía
popular) y el intento, con fecha de caducidad, de racionalizar silogísticamente
los versos, desde hace ya casi un par de siglos es al poeta buscador de significados a quien compete la construcción de
la realidad. “¿Qué me quieres decir”, esto es, “¿qué significa?”, es la pregunta poética pertinente.
El
hombre común ve la realidad de acuerdo a dos parámetros: cuál es el valor de uso de esta cosa, cuál es su valor de cambio. El poeta no acata esta
medida y acude a una correspondance más real, si se quiere más esencial: qué significa esto. Lo que realiza las
cosas, lo que las convierte en reales, no es su uso o su precio sino su
cualidad de signo. El simbolismo es, de hecho, lo que Husserl
llamaba una suspensión del juicio de realidad sobre las cosas, un intento de ir
“a las cosas mismas”, a su esencia en tanto que signo: una alberca sirve para contener agua y bañarse en
ella y sirve también para regar y cuesta
tanto trabajo hacerla y ese trabajo se puede medir en un salario. Pero una
alberca es aquello que simboliza. La suspensión del juicio sobre la
realidad de las cosas supone el trabajo de limpiarlas de las adherencias del
uso cotidiano (mediante técnica y esfuerzo y oficio) para rescatarlas de la
sintaxis del mundo a la busca de su esencia. Pero eso, en última instancia (Claudio
Rodríguez lo sabía) es un don, viene del
cielo.
He
aquí que necesitamos al poeta para que dote de realidad a lo que sólo tiene
utilidad o precio. El poeta necesario es aquel que nos redime de nuestra
condición a-sígnica. Y creo que Agustín Pérez Leal pertenece a esa raza, cuyo
trabajo (de poeta, labrador, ermitaño, paseante) sobre los nombres del mundo
ilumina las cosas, desvela, como quiere la palabra griega aletheia, su ser.
Y
sin embargo… el prodigio permanece. Porque no es lo mismo mirar cómo la
oscuridad de la lluvia y las nubes dan paso al rojizo atardecer y “desvelar” ese
hecho como
Ahora escampa: se abre
el
cielo, una granada en desazón.
No es lo mismo,
digo, que contemplar el sol poniente y motejarlo de “espléndida joroba de la
tarde”, como leí hace tiempo en un “poeta”. Hay poetas y poetas, por supuesto,
pero quiero pensar que el genio personal tiene también algo que ver con la
disposición a aceptar ese don que viene del cielo:
a lo oscuro me vengo a abandonar.
………
Vengan
a ella el frío boreal,
el
huracán de múrice, la brisa
vespertina
o el implacable fuego,
A lo oscuro me vengo a abandonar…
En las primeras líneas de esta reseña comenté, de pasada, el fondo cristiano de
la simbología de La noche en arras,
una tierra, me parece, propicia para acoger el don de desvelar lo real, no
sujeta a ortodoxias y códigos sino a cierto misticismo cordial:
El
corazón es uno de esos pájaros
que
ocultan con sus trinos el pinar.
Sólo
uno más.
………
En
mis pulmones llenos de raíces
anida
el petirrojo cada año.
Canto,
y se canta él solo;
me
oyes y le escuchas trajinar.
………
algún
día
avena
loca voy
a
ser, que el labrador
con
infinitos
cuidados
y en silencio
arranca
de raíz.
Es esa disposición del alma la que
da cobijo al genio:
Es
tiempo de ara y tiempo de cosecha:
los
objetos me apoyan
y
las cosas se ponen de mi parte.
Sería prolijo (y no me siento competente
para ello) ahondar en los referentes éticos y estéticos a quienes
explícitamente se acoge el poeta (Margarita Porete, Simone Weil, Mark
Rothko, Juan Taulero, Rainer Maria Rilke,
Ósip Mandelshtam), pero la interpretación que aquí se da de los versos
de Agustín Pérez Leal creo que no los contradice: una mirada benevolente sobre
el mundo, capaz de desvelar la esencia de las cosas, sólo es posible desde un
alma que admite, que se entrega, a la magnífica sentencia:
lo que sacia es la voz
derramada,
gustada
—
aquí habla sola Amor —
y
hecha palabra.
[1] Agustín Pérez Leal (Teruel, 1965) es licenciado en
Filología por la Universidad de Zaragoza. Reside en Alicante, donde da clases
en un Instituto de Secundaria. Ha publicado en Pre-Textos: Cuarto Cuaderno
o Libro de Siberia (2001) y La Noche en Arras (2006), Premio
internacional de poesía “Gerardo Diego”. Colabora a menudo con reseñas sobre
poesía en la revista Turia, de Teruel. Poemas suyos figuran en las antologías Orfeo
XXI (Gijón, Libros del Pexe, 2005), Jóvenes poetas españoles
(México D.F, La Jornada, 2007), La geometría y el ensueño (Sevilla,
Fundación José Manuel Lara, 2013) y Vida callada (Valencia,
Pre-Textos, 2013).