« “Señores, ¿os gustaría
oír un bello cuento de amor y de muerte?...”
Nada en el
mundo podría gustarnos más.»
Denis de
Rougemont, citando el Tristán e Iseo de
Joseph Bédier,
En El Amor y occidente
Ana Meliá |
Nada podría gustarnos más que leer un bello cuento
de amor y de muerte, máxime si lo bello del relato viene enmarcado en una
estructura de precisión aristotélica: En La
vida Secreta de Andrea Ana Meliá nos sitúa en un único espacio,
perfectamente delimitado y caracterizado, como escenario del cuento de amor y
de muerte (una plaza y un campanario, una fuente y una casa, un cementerio y
una tumba); en un tiempo preciso y marcado, el verano, que discurre al compás
del tempo del romance desde la mirada
primera, a principios de julio, hasta el encuentro cuando “había empezado el
mes de agosto” y el descenso hasta la culminación de la historia en el momento
en el que “se acercaba el final de agosto, y la noche empezaba a ganar su
batalla al día”. Unidad de espacio, unidad de tiempo y unidad de acción (la
historia de amor de Andrea) articuladas en un relato en el que, según la
expresión saussureana tout se tient:
Zafra frente a Valencia, vacaciones frente a curso escolar, julio frente a
agosto, la exaltación del amor frente al dolor y el desamor, realidad y sueño…
Creo que la alusión al modelo saussureano no es
exagerada si consideramos el evidente isomorfismo entre el “teatro” en el que
se desenvuelve la trama y el teatrito de marionetas cuya restauración, así como
la de sus muñequitos, la reescritura de la historia inmortal de Romeo y Julieta
y la representación final, subyacen a toda la historia como un soporte
necesario: la historia arquetípica de amor y muerte es la langue, el sistema abstracto que no necesita ser explicitado porque
está en la mente de todos (“todo el mundo conoce el final de Romeo y Julieta”). La historia de amor
de Andrea es la parole, la
realización concreta de ese modelo eterno. Y, entre Lengua y Habla, sabemos que
hay una Norma que exige aprendizaje,
investigación, que conocemos de manera fragmentaria hasta que la dominamos
plenamente. Andrea sueña y va descubriendo “una historia triste y romántica,
como un cuento de princesas”, o como diría José Asunción Silva “la historia
triste, desprestigiada y cierta / de una mujer hermosa idolatrada y muerta.” El
relato de los amores de Ana y José comparte con el ideal abstracto la oposición
de las familias de los amantes, el intenso amor de la juventud, el viaje y la
muerte trágica; pero añade toda la simbología normativa romántico-modernista:
la caja de música, el anillo, la fuente, el barco, el atardecer, el beso… sólo
un beso, la tumba, el ángel de piedra… así como el desengaño y la infidelidad.
Hay una misteriosa correspondencia entre la historia de Ana y la de Andrea
(reencarnación, parentesco, lo sobrenatural actuante…) pero lo importante es la
conciencia cierta del “sentido”: “se mira a sí misma desde muy lejos o desde
arriba, con la actitud con que los ángeles observan de forma expectante pero
segura, cómo se desarrollan las acciones de una obra cuyo desenlace conocen
ya.”
El amor de Andrea, una vez se ha convertido en
amor real, ajeno a su mundo de ensoñaciones imposibles, necesita un modelo,
cierta normativa. Comparte la intensidad espantosa y contradictoria de aquél
que se une con la muerte (“en su pecho latía una tristeza tan profunda, que
sentía irresistiblemente hermosas todas las cosas”), comparte el desamparo de
Ana pero de una forma más prosaica: el divorcio de sus padres frente al
abandono y la orfandad, la lejanía oceánica y la infidelidad de José frente la
distancia de Antonio y sus escarceos con Caterina “en el pueblo de al lado”, el
tren frente al autobús. Los amores de Andrea son de hoy en día y Andrea no es
una “princesa” de clase media venida a menos en el primer tercio del siglo XX ni
una doncella medieval… Y sin embargo…
Sin embargo algo nos choca sobremanera. Los
personajes de La vida secreta de Andrea (la
propia Andrea) no parecen “reales”. Los adolescentes que pueblan el relato
están absolutamente “limpios”. En todos los sentidos. Es decir son aseados,
educados (“hablaban y reían sin estridencias”) bien hablados (apenas Caterina
suelta algún taco), pero no sólo eso, sino que parecen carecer de cualquier
adherencia histórica o social: hablan exactamente igual los extremeños que los
valencianos, pertenecen todos a una vasta clase media-media-alta (apenas hay
una alusión a la crisis ya tan larga que, al parecer, al menos en la novela, a
nadie afecta) y la historia pasada se centra en los recuerdos privados (“y
antes de que la señora Encarna derivara hacia un tema que no le interesaba en
absoluto [la guerra civil]…”)… En fin, en una contemporaneidad como la nuestra,
tanto literario-cinematográfica como vivencial, saturada de sexo adolescente, los
chicos y chicas de La vida secreta de
Andrea se besan… apenas (al menos en escena). Los personajes de la novela
(sigamos, aunque sólo sea por deformación profesional compartida con la autora,
con el referente lingüístico) parecen “fonemas” perfectos, abstractos, y no “alófonos”
mejor o peor articulados, deformados por la pronunciación concreta y real.
No puede ser casual. O ingenuo. O negación de lo
(bastante) evidente.
A lo largo de todo este comentario he intentado
poner de relieve la estructura rigurosa de La
vida secreta de Andrea, mezcla, como se dice en alguna página de “lógica y
entusiasmo”. De hecho, en el propio texto se insiste (incluso con carácter “intervencionista”
por parte de la voz narradora) en que “todo estaba sucediendo exactamente como
alguien había previsto que sucediera”. Creo que la autora controla en todo
momento su discurso y que su Andrea, y el resto de adolescentes, son como son
porque la autora los propone, conscientemente, como modelo en una última
correspondencia: toda propuesta estética conlleva una apuesta ética y la
apuesta ética de Ana Meliá, en esta novela, es un mundo en el que las niñas de
quince años se enamoran y besan a su enamorado y comparten su bondad con aquél
que la necesita, en el que el dolor que produce el amor se ve atemperado por la
esperanza de que existe un sentido, en la fe de que, incluso de la piedra fría
de la realidad pueden nacer flores.