Una entrada recent de l'amic Enric Senabre al seu bloc Observatori de la ciutadania m'ha fet recordar aquest article reaccionari que te ja alguns anys i que vaig deixar sense publicar perquè no n'estava del tot satisfet. El deixe com va ser escrit.
Volvemos con el sistema
educativo... Se trata de una deformación profesional, vale. Y, sobre todo, de
una preocupación paterna. Es el caso que la mayoría de los padres queremos
tener hijos y no frikis de feria. Con lo cual se entiende que hay que vigilar
nuestras escuelas, empeñadas, al parecer, en lo contrario. Bien. Uno es parte
del invento de la enseñanza y aquí conviene explicarse: cuando yo era
estudiante ser estudiante era una forma de ser y también una forma de vestir.
Este galimatías es sencillo: nos vestíamos más o menos contestatariamente según
anduviese surtido cada cual de progresismo militante o conservadurismo. Pero la
vestimenta no difería mucho. Éramos estudiantes. La adolescencia es, por
naturaleza, informal y dogmática (contradicción típicamente adolescente) y nos
vestíamos como nos daba la gana mientras criticábamos sesudamente la publicidad
que nos incitaba a vestirnos como nos diera la gana. En fin, tampoco es
cuestión de reeditar el Cuéntame de la tele.
Ahora es distinto. En los institutos de Dios y del demonio desemboca
cada año un sunami avasallador de colorines. No hay que buscar en los pelos lateralmente rapados
y por aquí arriba medio rizados y por detrás largos, más que en los pantalones
arremangados, las alpargatas enchancletadas y los diferentes colgajos: una
cacofonía que se exhibe a sí misma y se impone como espectáculo quieras o no.
¿De dónde viene esta afición a convertir el cuerpo en mero portador de
trozos de hierro incrustados en las narices, el ombligo, la lengua, las cejas o
en sufrido lienzo para tatuajes? Algunos de nuestros jóvenes (quizás
demasiados) dan la razón a la estrambótica teoría queer que concibe el
cuerpo, a la manera informática, como un “puerto” en el que enganchar ferralla
ortopédica y exhibicionista. De dónde vendrá, me pregunto, esta permanente
voluntad de ir disfrazado.
Algo tendrá que ver, digo yo, la costumbre adquirida en los colegios
de infantil y primaria: apenas llega el
brumoso noviembre y hete aquí a los parvulitos disfrazados de castañeros y
castañeras para gozo de propios y extraños; antes aún, con motivo del nueve de
octubre, maestros y alumnos se disfrazan de moros y cristianos con sus
estandartes de cruces y medias lunas; para ese engendro papanatas que se impone
globalmente, el jálogüin, aparecen disfraces de horror y
muerte; en Navidad hay gorros de Papá Noel y Reyes Magos de todo a un euro;
llegan las carnestolendas, ahí es nada, todo el mundo a disfrazarse: maestros y
maestras, niños y niñas y deprisa que las fallas están cerca y más disfraces;
al volver de vacaciones los infantes muestran su indumentaria pascuera y al
acabar el curso todo vale sobre el escenario de la fiesta final. ¡Uf! Los niños
se disfrazan un día sí y otro también, se pintan los pelos, les pintan las
caras ¡Qué guay! ¡Qué escuela tan divertida! Y en cuanto se monta algún sarao
extraordinario nunca falta algún “taller” para hacer abalorios de todo tipo.
Y no digas nada que serás un bicho raro: “Chico, parece que eches de
menos la escuela autoritaria que padecimos nosotros; los niños se divierten
mogollón y transgredir las normas sociales también es sano.”
Hale pues, todos juntos en unión a transgredir todo lo que de
trasgresión sea susceptible hasta el punto de no saber qué puñetas estamos
trasgrediendo.